Una crónica sobre este ícono de la ciudad que repara tanto en las luces como en las sombras que lo habitan.
Por Alejandra Dabel
Me bajo del colectivo en la esquina de Avenida de los Trabajadores y Diagonal Vélez Sarsfield. Cruzo y camino por el sendero público que lleva a la playa. A un lado, la cerca que encierra el predio del faro; al otro, el balneario Horizonte del Sol y los arbustos que aguantan el viento. Más allá, hacia la izquierda, se levanta el Faro, propiamente dicho. Rojo y blanco, altivo, como un viejo guardián que sigue de pie por costumbre, con su cúpula acristalada brillando entre los cables, las antenas y los palos de luz. Está ahí, firme, como parte del paisaje y a la vez ajeno.
El faro de Punta Mogotes está instalado desde 1891, aunque su historia empezó mucho antes y mucho más lejos. Fue construido en Francia, pieza por pieza, por la empresa Barbier, Bénard y Turenne. Viajó desarmado en barco hasta estas costas y fue ensamblado por obreros en un rincón donde el mar choca con la última curva del sistema de Tandilia. La geografía lo ameritaba: esa continuación submarina de las sierras era un peligro para los barcos, y el faro nació como advertencia. Desde entonces quedó bajo custodia del Servicio de Hidrografía Naval, un brazo técnico de la Armada Argentina. Más de 130 años después, todavía se enciende cada noche. Durante décadas, el faro fue, para la mayoría, una postal. Un punto obligado de paseo familiar o excursión con la escuela. Las fotos lo muestran recortado contra un cielo limpio, inmóvil frente al mar. El color rojo y blanco de su cuerpo, prolijo y simétrico, se volvió marca registrada: un ícono de la ciudad, como los lobos marinos o la escollera. Pocos sabían –o querían saber– qué pasaba detrás de ese monumento pintoresco. El faro guiaba embarcaciones, sí, pero también ocultaba una historia de misterios y silencio.
A pocos metros del faro, las edificaciones que fueron, durante décadas, escuelas militares. Todo comenzó en 1959, cuando se instaló la Escuela Complementaria de la Armada “Francisco de Gurruchaga”, en terrenos que originalmente habían sido destinados a una colonia de vacaciones para hijos del personal naval. En 1969, se sumó la Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina (ESIM). Pero durante la última dictadura cívico-militar, el predio asumió un doble rostro: además de formar infantes de marina, allí funcionó un Centro Clandestino de Detención. En el mismo lugar donde se enseñaba la importancia del honor y la conducta irreprochable, se practicaba el secuestro, la tortura y la desaparición.
Los testimonios que dan cuenta del funcionamiento del Centro Clandestino de Detención en la ESIM son fragmentados, pero contundentes. Hay tres momentos que, unidos, dibujan una historia que ya no puede desmentirse. El primero corresponde a los primeros días del golpe, entre el 24 y el 26 de marzo de 1976. Un grupo de diez personas vinculadas al movimiento sindical fue secuestrado y llevado al primer piso del edificio, donde solían funcionar las aulas y los dormitorios de oficiales y suboficiales. Algunas pasaron por otros centros clandestinos; otras terminaron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Solo tres lograron testimoniar años después. La segunda etapa, entre julio y diciembre de 1976, dejó un registro más nítido. Dieciocho personas sobrevivientes declararon haber estado detenidas en la llamada “sala de comunicaciones” del predio. Después de pasar allí unos quince días, eran trasladadas a la ESIM, donde permanecían unos dos meses antes de ser devueltas a la Base Naval. Algunas fueron liberadas. Cinco terminaron en un Centro Clandestino de Bahía Blanca. Al menos tres siguen desaparecidas. Para quienes atravesaron ese infierno, la ESIM funcionaba como una celda más de la Base Naval. El último grupo de testimonios aparece en los archivos de la Conadep, en el Juicio por la Verdad. Son exalumnos de la propia escuela, que estudiaban allí entre 1977 y 1979. Declararon haber sido obligados a hacer guardias frente a un edificio subterráneo, cercano al mar. Sus superiores les decían que adentro había “detenidos subversivos” y que, si veían salir a alguien, debían disparar sin preguntar. Algunos recuerdan música fuerte. Otros, gritos. Dos de ellos contaron que, en los primeros meses de 1979, ante la inminente visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, fueron enviados a demoler las celdas. Vieron un pasillo central que desembocaba en unas catorce o quince puertas. Detrás de cada una, una celda. Detrás de cada celda, una historia que todavía intenta salir a la luz.
Con el regreso de la democracia, comenzaron a gestarse los primeros intentos por recuperar el predio de la ex ESIM como un sitio de memoria. En 1994 la Escuela fue trasladada a Puerto Belgrano. Aunque desocupado, el espacio no fue devuelto a la comunidad, sino que la Armada siguió administrándolo y, hacia fines de los años 90, lo concesionó al mismo empresario que gestionaba el parque Aquarium. En los mismos terrenos donde habían funcionado salas de tortura y celdas clandestinas, se instaló un parque de diversiones infantil llamado “Había una vez…”: Hamacas, toboganes, un mangrullo de madera, áreas para picnic. Las familias iban los fines de semana, los chicos corrían entre los árboles, y nadie hablaba de lo que había pasado ahí. O no lo sabíamos, o no queríamos saber. La reacción no tardó: en pleno auge de los Juicios por la Verdad, organismos de derechos humanos y agrupaciones políticas denunciaron el uso del predio como una afrenta. En 2003, tras una larga lucha colectiva, el lugar fue declarado sitio de interés histórico y el parque infantil fue finalmente clausurado. Recién en 2013, y después de muchas idas y vueltas, el reclamo se transformó en conquista definitiva: el Congreso Nacional sancionó la Ley 27.127, que declaró el predio Sitio Histórico y estableció una comisión plural para su gestión, con la participación de sobrevivientes, familiares, organismos, universidades, legisladores y autoridades locales. Una nueva etapa se abría: la de transformar el horror en memoria activa.
Pero el rumbo del predio volvió a causar revuelo. En 2024, a casi una década de la declaración como Sitio Histórico, se conoció un proyecto para instalar allí un bar de gin artesanal. El anuncio desató una ola de críticas por parte de organismos de derechos humanos, vecinos y sectores académicos que ven en la iniciativa una banalización del pasado. No se oponen al desarrollo ni al uso del espacio público, pero advierten que levantar un local comercial –y con fines recreativos– en un lugar donde funcionó un centro clandestino de detención es un insulto a la memoria colectiva. La polémica puso en evidencia una tensión no saldada: cómo habitar el territorio sin borrar las huellas del horror.
Y hay más. En el espacio lindero, donde hasta hace poco funcionó el Aquarium, avanza un proyecto inmobiliario de lujo: nueve torres con salida directa a la playa, pensadas para un público que, según sus desarrolladores, “ya no encontraba propuestas similares en Mar del Plata”. La iniciativa promete “una miniciudad”, confort y acceso exclusivo al mar, pero también profundiza un modelo urbano donde el acceso al paisaje natural depende, cada vez más, del poder adquisitivo. Desde organizaciones ambientales ya encendieron la alarma: el predio tiene alto valor ecosistémico, forma parte de un corredor biológico –una franja natural que permite la circulación de especies y conecta distintos ambientes– y su urbanización intensiva podría romper el equilibrio costero. En Mar del Plata eso ya ha pasado demasiadas veces: basta recordar los humedales rellenados, las dunas arrasadas y las construcciones sobre los acantilados que todavía hoy se desmoronan hacia el mar.
Hace frío. El cielo está encapotado y el viento se me mete por debajo del cuello de la campera. Sigo bajando hasta que la calle le cede paso a la arena. Camino hacia la restinga. El mar está despierto, pero en calma. Las olas se escuchan limpias, sin interferencias. Estoy sola. El faro, a mis espaldas, observa en silencio. Me detengo y trato de imaginar el futuro. Ese bar de gin con vista panorámica, las luces decorativas, las bandejas con frutos del mar y ramitas de romero, las ‘sunsets experience’ con DJ en vivo. Al lado, las torres vidriadas y los ‘cowork decks’, donde algunos escribirán mails de oficina mientras otros suben una historia con el filtro “wild&free”. Pienso en los matorrales que crecen sin permiso, en las lagartijas escondidas entre las piedras, en los nidos que nadie ve. En los elefantes marinos que descansan en la costa. En esa calma viva que habita esta playa no tan elegida por los turistas. Todo eso que no sale en las fotos, que no se menciona en los folletos publicitarios. La naturaleza de este lugar no es solo paisaje: es sistema, refugio, equilibrio. Y será, sin duda, la más perjudicada. Porque cuando lleguen los decks y las luces tenues y los brindis con tragos a base de pistacho, ella no va a tener dónde estar. Y muchos de nosotros tampoco.
Y pienso también en que muy cerca de acá funcionó un centro clandestino de detención. Que mientras el faro alumbraba el mar, adentro reinaba la oscuridad. Que esas paredes aún guardan ecos imposibles de decorar con guirnaldas. El faro seguirá encendiéndose cada noche, como si no pudiera elegir qué iluminar: el mar, la fiesta o los fantasmas.
(*) Alejandra Dabel nació en Mar del Plata en 1983. Es docente de profesión, directora de espectáculos de teatro y danza, guía naturalista y de patrimonio histórico. Apasionada por los viajes, recorre el país en busca de paisajes, historias y personajes que nutren su escritura. Publicó cuentos y textos de no ficción en antologías. “La máquina de hacer feliz” es su primer libro de cuentos. Actualmente, se encuentra preparando un segundo volumen y trabajando en una novela.